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tan despiadadamente lúcidos como para ser estimulantes, aún si nunca llegaron a
encajar bien su apoyo a las asociaciones de trabajadores con la abolición del
trabajo. Sin embargo, es mejor su incongruencia que cualquier versión actual del
izquierdismo, cuyos devotos buscan ser los últimos campeones del trabajo, porque
si no hay trabajo no hay trabajadores, y sin trabajadores, ¿A quién organizaría
la izquierda?
Así que los abolicionistas tendrían que actuar por su cuenta. Nadie puede
decir qué resultaría de liberar el poder creativo aturdido por el trabajo.
Cualquier cosa puede pasar. El gastado debate de libertad versus necesidad, que
casi suena teológico, se resuelve sólo cuando la producción de valores de uso
coexista con el consumo de deliciosa actividad lúdica.
La vida se convertirá en un juego, o más bien muchos juegos, pero no -- como
es ahora -- un juego de suma cero. Un encuentro sexual óptimo es el paradigma
del juego productivo; los participantes se potencian los placeres el uno al
otro, nadie cuenta los puntajes, y todos ganan. Cuanto más das, más recibes. En
la vida lúdica, lo mejor del sexo se mezcla con la mejor parte de la vida
diaria. El juego generalizado lleva a la libidinización de la vida. El sexo, en
cambio, puede volverse menos urgente y desesperado, más juguetón. Si jugamos
bien nuestras cartas, podemos sacar más de la vida de lo que metemos en ella;
pero sólo si jugamos para ganar.
Nadie debería trabajar. Proletarios del mundo... ¡descansad!
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