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señales de tránsito, se olvidaban de alimentarse. En seis meses sólo estarían conscientes
durante la mitad del día, tendrían miedo de manejar o de salir a la calle, y llenarían
desesperadamente todos los cuartos de relojes y de aparatos para medir el tiempo. Una
semana (mezcolanza de albas y crepúsculos) pasaba como una exhalación. Al final del
primer año sólo estaban alerta unos pocos minutos por día, ya no podían alimentarse ni
cuidarse, y pronto entrarían en uno de los tantos hospitales o sanatorios estatales.
El primer paciente de Franklin después que éste llegó a la clínica fue un piloto de
combate con quemaduras graves que se había metido con su reactor por las puertas de
un hangar.
El segundo fue el último de los astronautas, un antiguo capitán naval llamado Trippett.
El piloto pronto quedó fuera de su alcance, sumido en un crepúsculo perpetuo, pero
Trippett había resistido, manteniéndose lúcido durante unos pocos minutos diarios.
Franklin había aprendido mucho de Trippett, el último hombre en caminar por la luna y el
último hombre en luchar contra las ausencias: hacía tiempo que todos los primeros
astronautas se habían retirado a un mundo intemporal. Los cientos de conversaciones
fragmentarias, y la misteriosa culpa que Trippett compartía con sus colegas y que, como a
ellos, lo llevaba a llorar en sueños, convencieron a Franklin de que había que buscar el
origen de la epidemia en el propio programa espacial.
El hombre, al salir de su planeta y partir hacia el espacio exterior, había cometido un
crimen evolutivo, había violado las normas que regían su inquilinato del universo, y las
leyes del tiempo y el espacio. Tal vez el derecho a viajar por el espacio perteneciese a
otra categoría de seres, pero por ese delito recibía un castigo tan indudable como el que
sufriría cualquiera que intentase desconocer las leyes de la gravedad. Las vidas
desdichadas de los astronautas mostraban, por cierto, todos los signos de un creciente
sentido de culpa. La reincidencia en el alcoholismo, el silencio y el pseudomisticismo, y
los trastornos mentales, insinuaban angustias profundas ante el problema de la
legitimidad moral y biológica de la exploración espacial.
Por desgracia, la enfermedad no sólo afectaba a los astronautas. Cada lanzamiento
espacial había dejado su huella en las mentes de las personas que habían observado las
expediciones. Cada vuelo a la luna y cada viaje alrededor del sol era un trauma que les
torcía la percepción del tiempo y del espacio. Su propia expulsión del planeta de origen
mediante el uso de fuerza bruta había sido un acto de piratería evolucionaria, por el que
los echaban ahora del mundo del tiempo.
Franklin fue el último en salir de la clínica, preocupado por sus recuerdos de los
astronautas. Se había quedado sentado en su escritorio dentro del laboratorio silencioso,
el dedo en el cronómetro, esperando la ausencia vespertina. Pero la ausencia no se había
producido: tal vez su alegre estado de ánimo tras la salida en auto con Trippett la había
desviado.
Mientras atravesaba el aparcamiento de autos miró hacia la base aérea abandonada. A
doscientos metros de la torre de control, sobre la pista de cemento, había una joven con
un delantal atado alrededor de la cintura, perdida en una ausencia. A poco más de medio
kilómetro de distancia había otras dos mujeres en el centro de la enorme pista de carga.
Todas pertenecían al pueblo cercano. Al oscurecer, esas mujeres de las pistas salían
de sus hogares y de sus casas rodantes y vagaban por la base aérea, mirando el
crepúsculo como esposas de astronautas olvidados que esperaban la vuelta de sus
maridos desde las mareas del espacio.
La aparición de esas mujeres tenía siempre un efecto perturbador sobre Franklin, que
debió obligarse a poner en marcha el auto. Mientras viajaba hacia Las Vegas el desierto
presentaba un aspecto casi lunar a la luz del anochecer.
Nadie iba ahora a Nevada, y la mayor parte de la población local se había marchado
hacía mucho tiempo, asustada por las molestas perspectivas del desierto. Cuando llegó a
su casa el crepúsculo se filtraba a través de la bruma color cereza que cubría los viejos
casinos y hoteles, recuerdo espectral de la noche eléctrica.
A Franklin le gustaba ese abandonado lugar de juego. Los otros médicos vivían a
pocos minutos en auto de la clínica, pero Franklin había escogido uno de los moteles
semivacíos de los suburbios del norte de la ciudad. Por las noches, después de visitar a
sus escasos pacientes en las casas de retiro, solía pasear en auto por el silencioso Strip,
bajo las fachadas crepusculares de los enormes hoteles, y vagar durante horas bajo las
sombras, entre las piscinas vacías.
Esa ciudad de sueños agotados, que alguna vez se había jactado de no contener
relojes, parecía estar ahora sufriendo ella misma una ausencia.
Mientras aparcaba en el patio delantero del motel, notó que faltaba el auto de Marion.
El departamento del tercer piso estaba vacío. El televisor, puesto al lado de la cama,
funcionaba en silencio para una montaña de textos de medicina que Marion le había
sacado de los estantes y para un cenicero tan desbordado como la boca del Vesubio.
Franklin puso los vestidos en perchas y los guardó en el ropero. Mientras contaba las
nuevas quemaduras de cigarrillo que había en la alfombra, pensó en el notable desorden
que Marion podía producir en unas pocas horas, tanto en la casa como en lo demás. Sus
ausencias ¿serían verdaderas o simuladas? A veces sospechaba que ella, casi a
sabiendas, remedaba los deslices temporales, en un esfuerzo por entrar en la única
región donde Franklin estaba libre de ella, a salvo de toda su frustración por haber vuelto
a su lado.
Franklin salió al balcón y miró hacia la piscina vacía.
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