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Smiorgan hizo un gesto con la mano a Elric, acompañado de una sonrisa de gratitud.
 ¡Ahora estamos a salvo gracias a ti, Elric!  gritó desde el puente de su embarcación .
¡Sabía que nos traerías suerte!
Elric ignoró sus palabras.
Ahora, los Señores del Dragón iniciaban la persecución con ánimo de venganza. Las naves
doradas de Imrryr eran casi tan veloces como la flota invasora ayudada por la magia, y algunas
galeras agresoras  cuyos mástiles no habían resistido la fuerza del viento que impulsaba sus velas
y se había partido fueron apresadas.
Elric observó como eran lanzados desde las cubiertas de las galeras de Imrryr unos poderosos
garfios metálicos de brillo apagado que caían con estruendo de madera astillada sobre los barcos
de la flota que iban quedando a la deriva detrás del suyo. Las catapultas de las naves de los Señores
del Dragón arrojaban una lluvia de fuego sobre gran parte de las embarcaciones fugitivas. Unas
llamas voraces caían sobre las cubiertas como lava de olor pestilente y corroían las cuadernas
como si fuera vitriolo sobre papel. Los hombres lanzaban alaridos, tratando en vano de apagar el
fuego que prendía en sus ropas. Incluso saltaban a unas aguas que no extinguían las llamas.
Algunos se hundieron en el océano y fue posible seguir su descenso, así como el de las naves nau-
fragadas, cayendo en espiral entre llamas, incluso bajo la superficie, como polillas quemadas por la
luz.
Las cubiertas invasoras no alcanzadas por el fuego quedaron rojas de sangre invasora cuando
los enfurecidos guerreros de Imrryr cayeron al abordaje sobre los incursores descolgándose por
largas cuerdas, empuñando grandes espadas y hachas de combate y produciendo terribles estragos
entre los saqueadores del mar. Flechas y jabalinas imrryrianas llovían desde las elevadas cubiertas
de las galeras, diezmando a los aterrorizados ocupantes de las naves menores.
Elric fue testigo de todo mientras la suya y un puñado de naves más empezaban, poco a poco, a
poner distancia entre ellos y la primera galera perseguidora de Imrryr, el buque insignia del
almirante Magum Colim, comandante de la flota melnibonesa.
Por fin, Elric se dignó hacer un comentario al conde Smiorgan.
 ¡Les hemos dejado atrás!  gritó para hacerse oír por encima del viento ululante, con el
rostro vuelto hacia la nave del conde, donde éste permanecía de pie en el puente observando el
cielo con ojos muy abiertos . ¡Pero cuida de que tus naves sigan un buen rumbo hacia el oeste o
estamos perdidos!
Smiorgan, sin embargo, no respondió. Su mirada seguía fija en el firmamento y en sus ojos
había una expresión de terror impensable en un hombre que, hasta aquel momento, no había
mostrado jamás el menor asomo de miedo. Inquieto, Elric siguió la mirada de Smiorgan y no tardó
en verlos.
¡Eran dragones, sin duda! Los grandes reptiles estaban a algunos kilómetros de distancia, pero
Elric conocía el aspecto de las enormes bestias voladoras. La envergadura de alas habitual de
aquellos monstruos casi extintos era de unos diez metros. Sus cuerpos de serpiente, que empezaban
en una cabeza de hocico largo y estrecho y terminaban en una cola que constituía un látigo temible,
alcanzaban los quince metros y, aunque no lanzaban fuego y humo por la boca como decían las
leyendas, Elric sabía que su veneno era combustible y que podía prender fuego en la madera o en
la ropa por simple contacto.
A lomos de los dragones cabalgaban unos guerreros de Imrryr. Armados de largos aguijones
como lanzas, hacían sonar unos cuernos de extrañas formas que emitían curiosas notas sobre el
mar turbulento y el sereno firmamento azul. Al aproximarse a la flota dorada, que quedaba ahora a
media legua de distancia, el dragón que abría la marcha inició un descenso en amplios círculos
hacia la enorme galera insignia. Cuando sus alas batían el aire, hacían un sonido semejante al
crujido de un relámpago.
El monstruo de piel escamosa verdegrisácea se cernió sobre la nave dorada que se mecía en el
mar turbulento y blanco de espuma. Recortada su silueta contra el cielo sin nubes, el dragón
ofrecía una buena perspectiva y Elric pudo observarlo con detalle. El aguijón que el Señor del
Dragón agitaba sobre la cabeza del almirante Magum Colim era una lanza larga y fina sobre la
cual podía apreciarse, incluso a aquella distancia, un extraño gallardete de líneas negras y
amarillas en zigzag.
Elric reconoció en seguida la enseña. Dyvim Tvar, Señor de las Cavernas de los Dragones y
amigo de la infancia de Elric, encabezaba la escuadra de míticos animales, que vengaría la
destrucción de Imrryr la Bella.
El albino lanzó un nuevo grito a Smiorgan, de nave a nave.
 Ahora, ése es nuestro mayor peligro. ¡Haz lo que puedas para mantenerlos a raya!
Se escuchó un estrépito metálico mientras los hombres se preparaban, casi sin esperanzas, para
repeler la nueva amenaza. El viento embrujado no les proporcionaba ninguna ventaja frente al
rápido vuelo de los dragones. Dyvim Tvar actuaba en evidente acuerdo con Magum Colim y su
aguijón azuzó al dragón en el cuello. El enorme reptil saltó hacia arriba y empezó a ganar altura.
Tras él iban otros once dragones, cerrando distancias ahora.
Con aparente lentitud, los dragones empezaron a batir las alas acompasadamente hacia la flota
invasora cuyos tripulantes elevaron plegarias a sus dioses suplicando un milagro.
Estaban condenados sin remedio. Hasta la última nave de los Señores del Mar estaba
irremisiblemente perdida y la expedición había sido infructuosa.
Elric advirtió la desesperación en los rostros de los hombres mientras los mástiles de las
embarcaciones continuaban cimbreándose bajo la fuerza del aullador viento embrujado. Ahora no
les quedaba otra cosa que morir...
Luchó por liberar su mente del torbellino de dudas que la llenaba. Desenvainó la espada y
percibió el poder perverso y pulsante que guardaba en su interior la Tormentosa de empuñadura
labrada con signos mágicos. Ahora, sin embargo, Elric odiaba aquel poder porque le había forzado
a dar muerte al único ser humano que había querido; y comprendía también cuánta de su fuerza
debía a la espada de hoja negra de sus padres y lo débil que se sentiría sin ella. Elric era albino y
ello significaba que carecía de la vitalidad de un ser humano normal. Furiosa e inútilmente, al
tiempo que el velo de su mente era reemplazado por un miedo cerval, maldijo los planes de
venganza que había tramado, maldijo el día en que había accedido a conducir la expedición contra
Imrryr y, por encima de todo, maldijo amargamente al difunto Yyrkoon y su retorcida envidia, que
había sido la causa de toda aquella serie de acontecimientos marcados por la fatalidad.
Pero ya era demasiado tarde para maldiciones. El sonoro batir de alas de los dragones llenó el
aire y los monstruos se cernieron sobre las embarcaciones fugitivas. Era preciso tomar alguna
decisión pues, aunque no tenía ningún apego a la vida, se negaba a morir a manos de su propio
pueblo. Cuando muriera, se prometió, sería por su propia mano. Odiándose a sí mismo, Elric
adoptó una resolución.
Con una invocación, hizo amainar el viento mientras el veneno de los dragones se abatía sobre
la última nave de la fila.
Después, Elric empleó todos sus poderes para levantar un viento aún más fuerte en las velas de
su propia embarcación, mientras sus camaradas, perplejos en sus barcos repentinamente
encalmados, le llamaban a gritos desde las otras naves preguntándose desesperadamente la razón
de su comportamiento. Ahora, el barco de Elric avanzaba a toda prisa y tal vez podría escapar por
muy poco a los dragones. Así lo esperaba el albino.
Abandonó a su suerte al hombre que había confiado en él, el conde Smiorgan, y observó cómo
el veneno caía del cielo y le envolvía en una llamarada verde y escarlata. Elric huyó, sin permitir [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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